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La espiritualidad laica


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La espiritualidad laica

 

 

 

Si los conceptos de laicidad y de laicismo suelen resultar difíciles de entender en el mundo masónico anglosajón, se comprenden muy bien en el mundo latino.

Esto se explica por la tradicional impregnación religiosa de las instituciones públicas, a todos los niveles, en los países latinos. En ellos fue sentida, de manera más específica, la necesidad de tomar medidas drásticas conducentes a la emancipación civil y es en ellos donde es más preciso aprender a distinguir entre laicidad como virtud y laicismo como sistema opuesto a cualquier forma de espiritualidad.

La laicidad representa una actitud filosófica capaz de garantizar armonía en la vida social y, por ello, su concepto ha formado siempre parte del ideario masónico. La propia naturaleza de la Masonería, como escuela iniciática con voluntad armonizadora universal, descarta de su horizonte un modelo de sociedad civil desprovista de conciencia espiritual.

La idea laica, en germen durante los siglos XVI y XVII, se desarrolló a lo largo el siglo XVIII.

Bajo la influencia de los masones de aquella época, se insertó el principio de la libertad de conciencia en el texto de la Constitución de los Estados Unidos, en 1787, antes de que fuera proclamado por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, promulgada en Francia en 1789, y de convertirse más tarde en aspiración universal.

En función de la intensidad de las fuerzas adversas, la laicidad se ha visto empujada a ser, según los casos, combativa, defensiva o simplemente militante. Su edad de oro en Europa coincidió con la tercera República francesa. El Hermano Jules Ferry hizo aprobar en 1882 la ley que establecía la gratuidad, obligatoriedad y laicidad de la instrucción pública.

En España, fué el Ministro masón Claudio Moyano el padre de la primera Ley de Instrucción Pública que hizo obligatoria la enseñanza primaria desde 1857, estableciendo un primer hito del que habría de ser largo, controvertido y muy penoso camino hacia el reconocimiento constitucional de la laicidad en el siglo siguiente. La laicidad se convirtió aquí en una consigna “liberal” que no puede comprenderse sino por oposición al clericalismo del siglo XIX y gran parte del XX, cuando la Iglesia trataba de dirigir el Estado, desde las escuelas y no sin éxito, imponiendo directrices políticas acordes con su dogmática.

Pero la laicidad constitucional, por sí sola, no basta para afrontar los conflictos que se incuban en el seno de la sociedad. Es un principio rector que ha ser aprendido y vivido desde la escuela.

Como todo principio, precisa ser reafirmado permanentemente ante nuevas circunstancias de la vida social, ya que ha de poder inspirar y orientar todos los debates presentes en su proceso evolutivo. Los derechos individuales de los ciudadanos, aun recogidos por las constituciones laicas, encuentran a menudo obstáculos de naturaleza visceral, arraigados en sedimentos culturales ancestrales, muy frecuentemente herencia de creencias y mitos que alimentan el rechazo de lo “diferente”.

Véase, en nuestros días, el no poco éxito de corrientes sociales contrarias a las transformaciones necesarias para hacer posible la integración de inmigrantes, el acceso de personas de distinta raza a puestos de responsabilidad, tanto privada como pública, la discriminación basada en el sexo o en la orientación sexual de los ciudadanos, la obstinación en la conservación de privilegios económicos o jurídicos, etc.

A nivel filosófico, es necesario eliminar ese concepto retrógrado y caricaturesco de la laicidad que la asimila al “anticlericalismo” o a un “laicismo” contrario a toda espiritualidad, nutrido de odio hacia las religiones, de venganza respecto a sus representantes y de desprecio de las conciencias individuales. Tales son los atributos que únicamente sus opositores tradicionales le han conferido como intrínsecos. No cabe confundir los comportamientos viscerales con el auténtico sentido filosófico de la laicidad. Preconizando sin discreción una ideología anti-espiritualista, se cae en el “laicismo”, pseudo-laicidad que hace del anti-dogma otra forma de dogma y que reclama para sí la tolerancia que niega a los demás.

Por el contrario, la verdadera laicidad es una virtud moral y cívica.

Como principio moral, la laicidad es inseparable de la tolerancia y el respeto a los demás. Como signo de equilibrio interior, implica autonomía del pensamiento, sin recurrir a verdades tenidas por irrefutables e inverificables, como las que ofrecen las religiones en general. La epiritualidad laica respeta la búsqueda leal y prudente de la verdad personal, reconociendo en todo hombre una parte de la verdad, aunque sea la verdad de un adversario. La laicidad es el principio ético que hace respetar al hombre íntegramente, por lo que no puede dejar de respetar su ser interior, con sus creencias o sus convicciones, que es lo que tiene de más íntimo. Ese principio no puede sino enriquecer, al impulsar a la comprensión de otras formas de pensamiento.

El término “espiritualidad” ha sido desvirtuado, conservando en nuestras sociedades occidentales una connotación religiosa, cuando, en realidad, no implica adhesión a una religión, ni la impide. Hay una “espiritualidad” llamada religiosa, frecuentemente muy diluída en la práctica automatizada de determinados ritos y en la superficial aceptación de creencias dogmáticas, que suele tomar partido por lo irracional y lo esperpéntico, proponiendo normalmente demostraciones a posteriori . La auténtica espiritualidad no es una escapatoria de la realidad, sino que emana de la busca de lo que puede hallarse tras lo aparente, de una búsqueda de la verdad, de una aspiración a lo absoluto que para nada niega el Misterio universal. Consiste en una vinculación con los valores que apuntan a lo infinito, lo sagrado o esencial, en una marcha interior personal hacia lo Bello, lo Bueno, lo Verdadero

La convicción masónica esencial es que existe una causa primera, de la que son efecto el universo y el hombre.

Tal es la referencia que da sentido al Rito (o método) Escocés Antiguo y Aceptado, proclamada en el Convento de Lausana, en 1875, por los Supremos Consejos mundiales allí reunidos.

En el mundo contemporáneo, si la Masonería tiene un papel insustituíble, lo debe a ser un sistema iniciático que trabaja glorificando (es decir: afirmando y ensalzando) un Principio trascendente.

La invocación masónica del Gran Arquitecto del Universo encierra una expresa referencia a lo que está más allá de lo meramente humano, ayudándonos a encontrar la plenitud del sentido de la Vida. Sin ser una oración ni un acto de fe, transforma el “templo” masónico en un espacio sagrado filosófico, en el que se busca el conocimiento de lo esencial, y nos sitúa en estado de receptividad interior. Esa invocación no hace sino completar las invocaciones a la Sabiduría, la Fuerza y la Belleza, confiando a cada uno las definiciones íntimas como su honrada conciencia se las dicte, ya que toda sincera convicción personal tiene derecho al respeto.

La laicidad que defendemos los masones tiene como referente una espiritualidad laica y universal. Esta definición se confirma si se conoce la etimología del adjetivo “laico”, que procede del griego laikos: “lo que pertenece al pueblo, a la gente”. El sinónimo latino de laico es “universal” y el universalismo laico es lo contrario de la intolerancia que caracteriza al totalitarismo, al integrismo y al fundamentalismo. Lo laico, en este sentido, significa la apertura a todos los hombres de buena voluntad, creyentes o no creyentes, para que vivan en armonía, inspirados por una verdadera espiritualidad.

Por ello, del mismo modo que la Masonería de Rito Escocés proclama su espiritualidad, declara tambien su adhesión a la laicidad, como igualmente señala el Manifiesto de 1875: <<>>.

Amando Hurtado

Publicado por:

Diario Masónico

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