Asociaciones iniciáticas en tiempos de Cristo
Christian Jacq
Nuestro rápido examen de las antiguas iniciaciones habrá mostrado, eso esperamos, que sus ideales, sus símbolos y sus ritos fueron preservados, en parte, por la masonería.
Tras haber evocado las sociedades secretas de Egipto v de Grecia, llegamos ahora a una época decisiva en la historia de (Occidente. Con el nacimiento de Cristo, cierta idea del mundo se disuelve y aparece otra. La Iglesia católica se opone, progresivamente, a todas las religiones antiguas y, con la ayuda del poder político, prevalece.
El nacimiento del cristianismo es un problema muy complejo. Nuestra intención no es estudiarlo en profundidad sino, sencillamente, señalar la existencia de tres comunidades iniciáticas contemporáneas de Cristo: los esenios. los gnósticos y los terapeutas, algunas de cuyas enseñanzas recogieron los masones. Junto al cristianismo oficial, en efecto, se formo un cristianismo paralelo que, apoyándose en una interpretación distinta de las palabras del Señor, propuso una espiritualidad poco conocida aun.
La secta india de los esenios se instaló en Palestina durante el siglo II a.C. Fue rápidamente sospechosa de herejía y la sinagoga no tardo en excomulgar a aquella cofradía que vivía al margen de las autoridades reconocidas.
Hacia 65 a. C. los esenios fueron perseguidos y su Gran Maestre fue probablemente, ejecutado tras atroces suplicios. Se exiliaron por cierto tiempo, luego fundaron una nueva comunidad en el paraje de Qumran, al sur de Jericó, en una región desértica. Subsistió hasta el 70 d.C; nuevos peligros les amenazaron y los esenios desaparecieron definitivamente de la historia en esa fecha, tras haber escondido sus libros sagrados.
En 1947, un beduino descubrió parte de ellos en una gruta; en 1952 y en 1955, nuevos hallazgos resucitaron la secta de los esenios. Gracias a las excavaciones, se identificó el cenáculo para los banquetes, las albercas para los baños rituales, un gran baúl para los trabajos comunitarios y un escritorio para la redacción de los textos.
No olvidemos que varios de estos escritos fueron traducidos en la Edad Media y que formaron parte, pues, de los conocimientos que poseían los Maestros de Obras. La entrada en la comunidad esenia estaba severamente reglamentada.
El postulante debía obediencia a un instructor que guiaba a cada cual hacia el Conocimiento según las aptitudes personales. Una vez admitido por ese instructor, el neófito aguardaba un año; no estaba ya en el mundo exterior, pero no era aún miembro de la cofradía.
Periódicamente, lo purificaban con baños rituales y observaban su carácter, su modo de vivir, sus disposiciones intelectuales. Si era reconocido apto para comprender los misterios, el adepto sufría dos años más de pruebas antes de su admisión definitiva.
Las decisiones que le concernían eran adoptadas por un consejo de ancianos que examinaba su evolución espiritual con mucho rigor.
Nadie evitaba los años probatorios; cuando la última votación resultaba positiva, el adepto podía participar por fin en el banquete ritual.
«Se examinará su espíritu», dice la Regla de los esenios sobre los postulantes, «y se examinarán sus obras año tras año, para ascender a cada cual según su inteligencia y la perfección de su conducta o degradarlo según las faltas que haya cometido».
La Regla recomienda no ocultar nada de las enseñanzas secretas a los nuevos miembros. Cada hermano debe guiar a su igual por el camino de la iniciación y hacerle participar en los misterios que haya descubierto con su búsqueda personal.
Se pide también a los adeptos que se reprendan los unos a los otros y no sucumban a una sensiblería que iría contra la verdadera fraternidad; si cada cual es capaz de dominar sus pasiones, la más total sinceridad resultará fructífera.
«Y nadie», precisa la Regla, «descenderá por debajo del puesto que debe ocupar ni se elevará por encima del lugar que le asigna lo suyo». Así, la comunidad entera se convertirá en un auténtico cuerpo espiritual.
El rito esencial era el banquete.
Tras haberse bañado, los esenios se ponían vestiduras reservadas para el acontecimiento. Ningún profano era admitido en el banquete que se iniciaba con un profundo silencio; luego, el presidente elegido por sus hermanos recitaba una plegaria para sacralizar la asamblea. Cuando el neófito era admitido por primera vez en el banquete, prestaba un juramento calificado de temible.
Juraba observar una inalterable piedad para con Dios, practicar la justicia con los hombres sin dañar nunca a nadie, combatir junto a los iniciados contra el error, respetar a los jefes de la Orden, no ceder ante las vanidades, amar por encima de todo la verdad y mantener las manos puras.
«Jura también», prosigue el texto esenio, «no ocultar nada a los miembros de la secta ni revelar nada a otros que no sean ellos, aunque se usara contra él la violencia hasta la muerte»; además, no tendrá que comunicar enseñanza alguna de modo distinto a como él mismo la habrá recibido. Los esenios afirmaron que detentaban el sentido esotérico de la Biblia.
El significado literal les parecía destinado a hombres fútiles, mientras que el sentido simbólico del libro servía como base a la iniciación. Semejantes pretensiones, justificadas sin duda, atrajeron la venganza de los judíos llamados «ortodoxos» que no conseguían desvelar los secretos de la comunidad esenia. Todos los aspectos que acabamos de evocar se aplican a las cofradías masónicas.
Añadamos que el método de trabajo de los esenios sigue estando en vigor en las logias. «Que nadie», proclama un texto, «hable en medio de las palabras de otro, antes de que ese otro haya terminado de hablar. Y, además, que no hable antes de su rango». Los dignatarios abren la sesión, luego los ancianos profundizan en el tema tratado; cada adepto, por fin, tiene la posibilidad de retomar las ideas abordadas y hacer de ellas un nuevo desarrollo. Cuando un esenio siente el deseo de tomar la palabra, se levanta y dice: «Tengo algo que decir a los Numerosos».
Si quien preside la sesión da una opinión favorable, la palabra es concedida.
El título corriente del iniciado esenio es «Hijo de la Luz»; al convertirse en miembro del consejo de la Orden, ha participado en la guerra de los Hijos de la Luz contra los de las tinieblas; éstos equivalen a las naciones privadas de Dios y, sobre todo, a los romanos, los ocupantes de Palestina.
El iniciado esenio, como el iniciado masón, puede convertirse en un maestro. El mito central del esenismo es el martirio del Maestro de Justicia, jefe superior de la comunidad torturado hacia el siglo II a.C. por un odioso tirano llamado «el sacerdote impío».
Hecho fundamental, el Maestro de Justicia fue traicionado por los suyos, al igual que Maese Hiram tuvo que sufrir la villanía de tres compañeros que estaban a sus órdenes; además, el Maestro de Justicia, como Hiram, practicaba el oficio de arquitecto. Él fue, nos dicen los textos, quien estableció los fundamentos sobre la roca y utilizó el cordel de justicia para el armazón. Utilizaba también la plomada de verdad para controlar las piedras puestas a prueba.
Como en el pitagorismo, estaba prohibido pronunciar el nombre del Maestro, el Anónimo por excelencia según la observación de Dupont-Sommer.
Era el ejemplo a seguir, el modelo a respetar; martirizado y traicionado, no dejaba de ser el Maestro encargado de construir la comunidad y de aliviar la miseria de los hombres. La comparación con la leyenda ritual del grado de Maestro Masón es evidente y nos encontramos, sin duda, ante una filiación directa que no había sido aún puesta de relieve, que nosotros sepamos.
En el terreno de los símbolos, encontramos por lo menos tres de la clase de los esenios que conservó la masonería. El primero es un paño de lino que indica la necesidad de una purificación constante; el aprendiz masón recibe un delantal de piel blanca que le inculca una noción comparable.
El segundo es la hachuela que se convirtió en el mazo del Venerable masónico; lo encontramos también en el símbolo de la «piedra cúbica con punta» cuya parte superior está hendida por un hacha. El tercero es la estrella, símbolo esencial del grado de Compañero masón; «la estrella», nos dice el Escrito de Damasco, «es el buscador de la ley». El papel del compañero es, precisamente, buscar la verdad viajando por el mundo.
A la corriente esenia debe añadírsele la corriente gnóstica.
En este caso, no estamos ante una comunidad bien definida en el espacio y en el tiempo; el gnosticismo es una ideología compuesta en la que se mezclan elementos egipcios, griegos, persas, babilónicos, judíos y cristianos. La Gnosis se sitúa a sí misma por encima de los partidos y las religiones, intentando descubrir el sentido esotérico de todas las confesiones. Hasta finales del siglo II, se afirma como el esoterismo cristiano; la enseñanza gnóstica está reservada a quienes desean ir más allá del bautismo y conocer los secretos del mundo celestial.
Sorprendentemente, la Gnosis gozó de una especie de existencia legal en el seno de la Iglesia; como en la antigüedad, había una iglesia exterior para la mayoría y una iglesia interior para la minoría. La masonería medieval recuperará el mismo ideal, prolongando las revelaciones ofrecidas a todos. En sus orígenes, por consiguiente, la Gnosis era una profundización de la Fe. Esta situación no duró demasiado. Una fracción de la Iglesia cristiana acusó a los gnósticos de los crímenes más abyectos; sus reuniones, dice, sólo son orgías sexuales y llegan incluso a matar a la mujer preñada y a devorar el embrión. Informadores pertenecientes a la Iglesia oficial se infiltraron en los círculos gnósticos, copiaron listas de miembros y los denunciaron a la justicia con los más falsos pretextos.
Varios gnósticos fueron obligados a confesar faltas imaginarias a consecuencia de los tormentos y un odio irreductible acabó oponiendo el gnosticismo al dogma cristiano.
Es extraño comprobar que las mismas acusaciones se harán, mucho más tarde, a la francmasonería y que los mismos métodos de delación se emplearán con ellos. Sin embargo, a la luz de los textos gnósticos cuyas ediciones y traducciones se multiplican desde hace algunos años, se advierte que esa corriente de ideas era portadora de una ferviente espiritualidad. También los gnósticos se llamaban «Hijos de la Luz»; su jerarquía iniciática comportaba tres grados: la purificación, la iluminación y la perfección.
Consideraban que el bautismo cristiano sólo tenía un objetivo «psíquico»; era preciso superar ese estadio para alcanzar la regeneración.
El único Hombre real, según los gnósticos, es la comunidad fraterna, ese gran cuerpo por el que circula la energía divina que crea todas las cosas. Por ella, se conoce lo suprasensible y se transforma la creencia en conocimiento.
Los gnósticos no encontraban la sabiduría en los escritos cristianos sino en las revelaciones de los antiguos misterios, especialmente de los misterios egipcios. Insistieron a menudo en la figura del demiurgo, el ordenador del universo, que los masones convertirán en el Gran Arquitecto del Universo. Se comunicaban de buena gana entre sí por medio de un alfabeto esotérico cifrado, del que el alfabeto masónico, que hoy no se practica ya, será la última muestra.
Con los gnósticos, se vuelve una nueva página de la historia de las iniciaciones.
No son constructores sino pensadores; no forman una cofradía bien estructurada, sino que alimentan una corriente de opinión basada en la búsqueda esotérica. Además, son los primeros oponentes cristianos al cristianismo de Estado; descontentos con la dirección espiritual de los asuntos de la Iglesia, dan otro aspecto del mensaje cristológico y desean afirmar una profunda originalidad con respecto a lo que consideran una traición a las enseñanzas de Cristo.
Cierta Edad Media, con mucha menos virulencia, fue gnóstica; existe todavía hoy una francmasonería gnóstica, una «Iglesia de Juan» que desea ir más allá de las proposiciones de la «Iglesia de Pedro».
Una tercera asociación iniciática del tiempo de Jesús merece nuestra atención: los terapeutas, etimológicamente «los curadores». Según Filón de Alejandría, que escribió un libro sobre esta cofradía, son «ciudadanos del cielo y del mundo, realmente unidos al Padre y al Creador del universo por la virtud que les ha procurado la amistad con Dios».
Como entre los esenios, el rito principal es el banquete.
Varios detalles evocan la masonería de un modo muy concreto; el gesto ritual, por ejemplo: la mano derecha entre el pecho y el mentón, la mano izquierda cayendo a lo largo del cuerpo. Es exactamente el gesto propio del grado de Compañero masón. El orden de los trabajos durante el banquete es interesante también: ningún esclavo para servir la mesa, sólo jóvenes iniciados que aprenden la humildad.
Durante los banquetes masónicos tradicionales, son los nuevos aprendices quienes se ocupan de esta tarea. Durante esas reuniones que se celebran cada siete semanas, los terapeutas se consagran al contenido esotérico de los libros escritos por los antiguos; vestidos de blanco, con las manos purificadas, ponen en marcha un pensamiento creador común para contemplar lo invisible a través de lo visible. Sobre todo, pedían los terapeutas, que no se confundieran los banquetes iniciáticos con banales comilonas.
Vayamos ahora al siglo XVIII de nuestra era y releamos ese fragmento del discurso escrito por el francmasón Ramsay: «Nuestros festines no son lo que el mundo profano y el vulgar ignorante imaginan. Todos los vicios del corazón y del espíritu se expulsan y se proscribe la irreligión y el libertinaje, la incredulidad y la orgía.
Nuestras comidas recuerdan aquellas virtuosas cenas de Horacio, donde se hablaba de todo lo que podía ilustrar el espíritu, regular el corazón e inspirar la afición a lo verdadero, a lo bueno y a lo hermoso».
Idéntico ideal, por consiguiente; además, el banquete masónico reposa sobre un simbolismo: la mesa es el taller; el mantel, el velo del santo de los santos; el plato, la teja; la cuchara, la llana; el cuchillo, la espada; el pan, la piedra bruta; los manjares son los materiales de construcción del templo. Esenios, gnósticos y terapeutas contribuyeron a crear un estado de animo y a propagar símbolos que no fueron olvidados en la Edad Media y que se integraron, incluso, en las estructuras masónicas del siglo XVIII.
De esas asociaciones iniciáticas nació un cristianismo no ortodoxo, que nunca desapareció por completo y que halló, con toda naturalidad, refugio en las cofradías posteriores.
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