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LA MEJOR FORMA DE ESTAR EN EL MUNDO


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Por Orlando Sánchez Maroto

Decía Churchill que la democracia es el peor sistema de gobierno, salvo todos los demás. Una paradoja a la vez sencilla y engañosa.

Gobernar, el arte de orientar una nave y una tripulación hacia un rumbo y con una velocidad determinada para llegar a destino de la forma más eficiente posible, es un ejercicio tan endiabladamente complejo que (al menos según el bueno de Winston) no existe una forma medianamente buena de llevarlo a cabo. Solamente podemos elegir entre formas de hacerlo peores y excepcionalmente peores todavía.

Cualquiera que haya estado en una reunión de comunidad de propietarios es dolorosamente consciente de lo complicado que es tomar decisiones en grupo, incluso entre personas que aparentemente tienen tantos elementos en común como los que viven en un mismo edificio. Estoy seguro de que todo el mundo tiene anécdotas sobre batallas campales a cuenta de la pintura de la fachada, la derrama del ascensor y la frecuencia de limpieza de las escaleras. Los seres humanos parecería que coleccionamos desacuerdos.

Pero ¡oh, desgracia! el ser humano es un ser social, cuya prosperidad nace del trabajo en equipo. Por eso, a pesar de lo difícil que nos resulta ponernos de acuerdo, nos vemos en la necesidad de vencer nuestra anárquica alma y comprometernos unos con otros en tareas y objetivos de los que nos beneficiaremos todos.

Tanto es así, que la Historia que estudiamos desde pequeños no deja de ser un inventario, ante todo, de grandes grupos humanos y sus estructuras de toma de decisiones cada vez más complejas a medida que avanza el tiempo, y de los efectos que tienen estas decisiones sobre ellos mismos y el resto de los grupos humanos. Cosas tan íntimas como el idioma en que tu madre te cantaba cuando eras pequeño, la forma de guisar que tenéis en casa o si le rezas o no a alguien, y a quién, dependen de las decisiones que tomaron esos grupos tiempo antes de tu nacimiento.

Ponerse de acuerdo con otra persona ya en sí mismo no es un ejercicio trivial.

No siempre se logra, y suele hacer falta al menos una mínima conversación (incluso habrá quien afirme, no del todo sin razón, que hasta es difícil ponerse de acuerdo con uno mismo). Cuando somos tres, hacen falta al menos tres conversaciones, una entre cada dos de nosotros. Cuando somos cuatro, hacen falta seis (fulanito con menganito, perenganito, y zutanito; menganito con perenganito y zutanito; y perenganito y zutanito entre sí) … Y así sucesivamente, que diría el profesor de matemáticas. Para poder tener una decisión tomada dentro de un grupo numeroso en un tiempo finito, es necesario reducir las conversaciones necesarias para llegar a un acuerdo.

Una forma sencilla es reprimiendo el derecho de la gente a participar en la toma de decisiones.

Menos gente opinando y decidiendo, menos conversaciones para tener en cuenta. Bien, es la forma menos complicada y más evidente de lograrlo, pero este sencillo método tiene una dura contrapartida: las probabilidades de que haya un pequeño número de gente muy molesta por las decisiones que se toman sin su aprobación, o incluso de que haya un gran número de gente bastante molesta, no son pequeñas, y además tienden a aumentar con el paso del tiempo. Por no hablar de lo enormemente proclive que es al abuso por parte de los represores.

Esto, que parece una perogrullada, y que todos nosotros, demócratas de toda la vida, lo entendemos a la primera, parece que se nos olvida cuando, por azar del destino, nos toca coordinar a un grupo de personas. En ese momento, todas las lecciones de democracia que nos cubren como una fina pátina se desprenden (a veces poco a poco, a veces mágicamente en un santiamén), y nos convertimos en la Luz de Occidente, el preclaro caudillo que sabe lo que debe hacerse y que lo hará, sin importar lo que se interponga en nuestro camino (y en el peor de los casos, sin importar quién se interponga). Porque, bueno, lo de la democracia como ideal está muy bien, y teóricamente es muy bonito y tal… Pero ¿por qué seguir todos estas tediosas normas y procedimientos cuando podemos decidir hacer lo que debe hacerse ya?

El otro método principal, mucho más complicado de llevar a cabo, mucho más plagado de incertidumbres, mucho menos proclive a que coincida con los deseos de quienes están en posición de preeminencia dentro del grupo y mucho más fácil de desmontar por su fragilidad, es establecer unos cauces para que todas las opiniones se sumen, para representarlas fielmente a través de mandatados a ello y para que las minorías que tienen algo que oponer a la decisión mayoritaria tengan la opción de expresar y persuadir de sus reparos a los demás. Y que esos cauces estén chequeados y contrapesados de tal forma que sean en la práctica casi imposibles de trucar o falsear.

Es un sistema sumamente delicado, que depende para su supervivencia de que una masa crítica de personas crea firmemente en él.

No solo que lo acepte como mal menor, o que lo consienta nominalmente como declaración vacía o pose, no. Debe creer en él, en su bondad, en su necesidad a la larga. En que, por complicado, lento y farragoso que pueda ser este sistema de toma de decisiones, los resultados que arroja son los que verdaderamente construyen un futuro digno de ser vivido. Que si se toma tanto tiempo y tantas dificultades para elaborar una decisión es porque la decisión no es sencilla, y cualquier otra decisión más rápida que se nos ofrezca como atajo en realidad más pronto que tarde nos conducirá a un callejón sin salida de sufrimiento humano.

Cuidado, que creer en su bondad no implica creer en su perfección.

Toda obra humana puede y debe ser mejorada, pero siempre para aproximarse y no alejarse del espíritu esencial de que la toma de decisiones en grupo necesita de todos los puntos de vista para ser la mejor posible.

Creer en el sistema implica creer firme y decididamente que todos los puntos de vista son necesarios para lograr la mejor decisión, incluidos los puntos de vista que más repugnancia y rechazo nos provocan. Supone estar convencido de que nuestra visión es solo parcial, y que, si la mayoría no ve las cosas como las vemos nosotros, hemos de aceptar que podemos estar equivocados. No está al alcance de todas las mentes tener la capacidad para creer en unos valores y para defenderlos con pasión, y al mismo tiempo confiar, por encima de esos valores, en el principio mayor de la bondad suprema de la toma de decisiones en conjunto, aunque suponga la derrota de estos valores tan queridos por nosotros.

Por eso: en estos tiempos de tribulación, más que nunca, cree en la democracia; cree en que todas las posiciones son legítimas, y argumenta contra las que creas equivocadas con fiereza, pero valorando que puedan existir; escucha activamente todos los puntos de vista, no solo los que te quedan más a mano; defiende el derecho de todos a expresar sus ideas, aunque no sean las tuyas; lucha contra quienes pretendan silenciar a otros, aunque piensen como tú; respeta las normas y procedimientos, por muy complicados que te parezcan; propón modificaciones de lo que sea mejorable, pero siempre siguiendo los cauces establecidos para cambiarlo; lucha contra quienes pretendan desvencijar o destruir este bello y delicado mecanismo de relojería, de mecanismos de computación de opiniones, y de controles y contrapoderes.

Divulga las bondades de la democracia por todos los medios.

Finalmente, solamente dejes de participar si todo, todo, todo, tal como está ahora, te parece ideal e imposible de mejorar. Y si no, no dejes que decidamos sin ti, porque a todos nos irá peor.

Porque la democracia no es solo una forma de gobernar un grupo humano. Es una forma de estar en el mundo con los demás. Y es la mejor, dijera lo que dijera Churchill.

Decía Churchill que la democracia es el peor sistema de gobierno, salvo todos los demás. Una paradoja a la vez sencilla y engañosa. Gobernar, el arte de orientar una nave y una tripulación hacia un rumbo y con una velocidad determinada para llegar a destino de la forma más eficiente posible, es un ejercicio tan endiabladamente complejo que (al menos según el bueno de Winston) no existe una forma medianamente buena de llevarlo a cabo. Solamente podemos elegir entre formas de hacerlo peores y excepcionalmente peores todavía.

Cualquiera que haya estado en una reunión de comunidad de propietarios es dolorosamente consciente de lo complicado que es tomar decisiones en grupo, incluso entre personas que aparentemente tienen tantos elementos en común como los que viven en un mismo edificio. Estoy seguro de que todo el mundo tiene anécdotas sobre batallas campales a cuenta de la pintura de la fachada, la derrama del ascensor y la frecuencia de limpieza de las escaleras. Los seres humanos parecería que coleccionamos desacuerdos.

Pero ¡oh, desgracia! el ser humano es un ser social, cuya prosperidad nace del trabajo en equipo. Por eso, a pesar de lo difícil que nos resulta ponernos de acuerdo, nos vemos en la necesidad de vencer nuestra anárquica alma y comprometernos unos con otros en tareas y objetivos de los que nos beneficiaremos todos.

Tanto es así, que la Historia que estudiamos desde pequeños no deja de ser un inventario, ante todo, de grandes grupos humanos y sus estructuras de toma de decisiones cada vez más complejas a medida que avanza el tiempo, y de los efectos que tienen estas decisiones sobre ellos mismos y el resto de los grupos humanos. Cosas tan íntimas como el idioma en que tu madre te cantaba cuando eras pequeño, la forma de guisar que tenéis en casa o si le rezas o no a alguien, y a quién, dependen de las decisiones que tomaron esos grupos tiempo antes de tu nacimiento.

Ponerse de acuerdo con otra persona ya en sí mismo no es un ejercicio trivial: no siempre se logra, y suele hacer falta al menos una mínima conversación (incluso habrá quien afirme, no del todo sin razón, que hasta es difícil ponerse de acuerdo con uno mismo). Cuando somos tres, hacen falta al menos tres conversaciones, una entre cada dos de nosotros. Cuando somos cuatro, hacen falta seis (fulanito con menganito, perenganito, y zutanito; menganito con perenganito y zutanito; y perenganito y zutanito entre sí) … Y así sucesivamente, que diría el profesor de matemáticas. Para poder tener una decisión tomada dentro de un grupo numeroso en un tiempo finito, es necesario reducir las conversaciones necesarias para llegar a un acuerdo.

Una forma sencilla es reprimiendo el derecho de la gente a participar en la toma de decisiones.

Menos gente opinando y decidiendo, menos conversaciones para tener en cuenta. Bien, es la forma menos complicada y más evidente de lograrlo, pero este sencillo método tiene una dura contrapartida: las probabilidades de que haya un pequeño número de gente muy molesta por las decisiones que se toman sin su aprobación, o incluso de que haya un gran número de gente bastante molesta, no son pequeñas, y además tienden a aumentar con el paso del tiempo. Por no hablar de lo enormemente proclive que es al abuso por parte de los represores.

Esto, que parece una perogrullada, y que todos nosotros, demócratas de toda la vida, lo entendemos a la primera, parece que se nos olvida cuando, por azar del destino, nos toca coordinar a un grupo de personas. En ese momento, todas las lecciones de democracia que nos cubren como una fina pátina se desprenden (a veces poco a poco, a veces mágicamente en un santiamén), y nos convertimos en la Luz de Occidente, el preclaro caudillo que sabe lo que debe hacerse y que lo hará, sin importar lo que se interponga en nuestro camino (y en el peor de los casos, sin importar quién se interponga). Porque, bueno, lo de la democracia como ideal está muy bien, y teóricamente es muy bonito y tal… Pero ¿por qué seguir todos estas tediosas normas y procedimientos cuando podemos decidir hacer lo que debe hacerse ya?

El otro método principal, mucho más complicado de llevar a cabo, mucho más plagado de incertidumbres, mucho menos proclive a que coincida con los deseos de quienes están en posición de preeminencia dentro del grupo y mucho más fácil de desmontar por su fragilidad, es establecer unos cauces para que todas las opiniones se sumen, para representarlas fielmente a través de mandatados a ello y para que las minorías que tienen algo que oponer a la decisión mayoritaria tengan la opción de expresar y persuadir de sus reparos a los demás. Y que esos cauces estén chequeados y contrapesados de tal forma que sean en la práctica casi imposibles de trucar o falsear.

Es un sistema sumamente delicado, que depende para su supervivencia de que una masa crítica de personas crea firmemente en él. No solo que lo acepte como mal menor, o que lo consienta nominalmente como declaración vacía o pose, no. Debe creer en él, en su bondad, en su necesidad a la larga. En que, por complicado, lento y farragoso que pueda ser este sistema de toma de decisiones, los resultados que arroja son los que verdaderamente construyen un futuro digno de ser vivido. Que si se toma tanto tiempo y tantas dificultades para elaborar una decisión es porque la decisión no es sencilla, y cualquier otra decisión más rápida que se nos ofrezca como atajo en realidad más pronto que tarde nos conducirá a un callejón sin salida de sufrimiento humano.

Cuidado, que creer en su bondad no implica creer en su perfección.

Toda obra humana puede y debe ser mejorada, pero siempre para aproximarse y no alejarse del espíritu esencial de que la toma de decisiones en grupo necesita de todos los puntos de vista para ser la mejor posible.

Creer en el sistema implica creer firme y decididamente que todos los puntos de vista son necesarios para lograr la mejor decisión, incluidos los puntos de vista que más repugnancia y rechazo nos provocan. Supone estar convencido de que nuestra visión es solo parcial, y que, si la mayoría no ve las cosas como las vemos nosotros, hemos de aceptar que podemos estar equivocados. No está al alcance de todas las mentes tener la capacidad para creer en unos valores y para defenderlos con pasión, y al mismo tiempo confiar, por encima de esos valores, en el principio mayor de la bondad suprema de la toma de decisiones en conjunto, aunque suponga la derrota de estos valores tan queridos por nosotros.

Por eso: en estos tiempos de tribulación, más que nunca, cree en la democracia; cree en que todas las posiciones son legítimas, y argumenta contra las que creas equivocadas con fiereza, pero valorando que puedan existir; escucha activamente todos los puntos de vista, no solo los que te quedan más a mano; defiende el derecho de todos a expresar sus ideas, aunque no sean las tuyas; lucha contra quienes pretendan silenciar a otros, aunque piensen como tú; respeta las normas y procedimientos, por muy complicados que te parezcan; propón modificaciones de lo que sea mejorable, pero siempre siguiendo los cauces establecidos para cambiarlo; lucha contra quienes pretendan desvencijar o destruir este bello y delicado mecanismo de relojería, de mecanismos de computación de opiniones, y de controles y contrapoderes.

Divulga las bondades de la democracia por todos los medios. Finalmente, solamente dejes de participar si todo, todo, todo, tal como está ahora, te parece ideal e imposible de mejorar. Y si no, no dejes que decidamos sin ti, porque a todos nos irá peor.

Porque la democracia no es solo una forma de gobernar un grupo humano. Es una forma de estar en el mundo con los demás. Y es la mejor, dijera lo que dijera Churchill.

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Orlando Sánchez Maroto

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